Este pasaje inicia con la presentación de la audiencia a quienes Jesús les dirigía esta palabras: «A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola», (Lc 18:9). El Señor Jesús relata la parábola de dos hombres que habían ido al templo a presentar sus oraciones a Dios Padre y la actitud que mantuvieron delante de la presencia del Señor.
Los dos protagonistas de esta parábola eran un hombre fariseo, el cual se consideraba justo, bueno y autosuficiente; y el otro un publicano o recaudador de impuestos quien se confesó pecador delante de Dios. El fariseo, líder religioso, quien asumo se encontraba en un sitio especial de aquel lugar, no obstante, el publicano se mantenía un tanto alejado, quizás hasta en un rincón, pues estos no se les permitía entrar al Lugar ‘Santo’ del templo.
Por lo general los fariseos eran hombres devotos de la sociedad de ese entonces, mientras que los recaudadores de impuestos, eran lo más despreciados, esta información nos permite entender con mayor claridad esta parábola.
Pues bien, Jesús nos dice que estos dos hombres fueron a orar al templo, pero una vez allí se puede notar que solo uno de ellos oró algo similar a lo que dice Esdras 9:6 «y dije: Dios mío, confuso y avergonzado estoy para levantar, oh Dios mío, mi rostro a ti, porque nuestras iniquidades se han multiplicado sobre nuestra cabeza, y nuestros delitos han crecido hasta el cielo».
Mientras el publicano oraba, el fariseo no cesaba de vanagloriarse, jactándose de lo bueno que era como líder religioso, y durante sus lisonjas de si mismo, sin cesar mostró el desprecio hacia su prójimo, el publicano. Se dedicó a hacer comparaciones, resaltando sus virtudes en contraposición con los pecados de los demás. Su creencia de perfección, considerándose el mayor de los santos, lo hacia el más grande de los pecadores.
Si bien es cierto que cuando oremos debemos interceder por lo demás, no es menos cierto que lo debemos hacer con amor, y recordando siempre lo que dice Gálatas 6:1 «Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado».
Los judíos palestinos oraban tres de veces al día, por lo que es interesante destacar las costumbres de aquella época al momento de orar:
- Se creía que la oración era más eficaz si se ofrecía en el templo
- Generalmente las oraciones las hacían de pies, con los ojos y brazos extendidos al cielo.
- Pensaban que era piadoso agradecer a Dios por las justicias propias, es decir que si escuchaban a una persona orando como lo hizo el fariseo, pensarían que era una persona compasiva y no como realmente era, jactanciosa.
- El golpearse en el pecho era una señal de duelo, tristeza o arrepentimiento por el pecado cometido.
Los retratos de la personalidad de esos hombres llevan consigo tremendas enseñanzas, que nos permiten enmarcar la actitud con la que nos debemos dirigir ante la presencia de Dios. Pues bien, ambos hombres elevan sus oraciones al Padre:
El fariseo oraba consigo mismo, haciendo alardes de sus méritos religiosos, mostrando:
+ Su orgullo y autosuficiencia.
+ Se consideraba perfecto como si no tuviera ningún pecado que confesar.
+ Se alabó constantemente por sus hechos religiosos externos.
+ Excesiva confianza en sí mismo como hombre justo.
+ El desprecio hacia su prójimo.
+ Presumió de sus virtudes morales y buenas obras.
El publicano derramó su corazón ante el Señor con una oración breve, sencilla y sincera, en la cual:
+ Confesaba su pecaminosidad.
+ Clamaba por misericordia.
+ Mostraba su humildad.
La conclusión que da el Señor Jesús a esta parábola, es que la oración del publicano fue aceptada por Dios y le fue dada la justificación, es decir fue perdonado por Dios y reconciliado con Él; contrario a la de fariseo, «Pero él da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes», [Santiago 4:6].
Mis amados hermanos y amigos, es que la humildad es una de las primeras virtudes que debe caracterizar al cristiano, asimismo debemos entender que la justificación es de Dios en Cristo Jesús:
«Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados», [Is 57:15].
«Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu», [Salmos 34:18].
«Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador», [Lc 18:13].
Imitemos al publicano al estar delante de la presencia de nuestro Señor e ir a presentar nuestras oraciones, acerquémonos al trono de gracia con corazones sinceros y humildes, y con labios piadosos admitamos siempre “Dios, sé propicio a mí, pecador”, haciendo esa confesión alcanzaremos misericordia.
Deseo finalizar recordándoles, como les he dicho anteriormente, que estos comentarios o anotaciones los emito ‘desde mi perspectiva particular’ en apego a los conocimientos propios obtenidos por mi estudio devocional de las Escrituras, la revelación del Espíritu Santo, así como por las enseñanzas compartidas por hombres eruditos de la Palabra de Dios. Por lo tanto, espero que mis anotaciones les sirvan a usted para continuar con sus lecturas propias de las Escrituras, las cuales sean transformadas en ‘escudriñar con gozo los tesoros que se encuentran en la Biblia, la Palabra de Dios’, de manera que también pueda identificar y ofrecer una aplicación especial y personal a su vida y así ser saciado del manjar que el Señor nos brinda en Su santa y bendita Palabra.
Dios les bendiga,
Sandra Elizabeth Núñez